El Guardian: Cap. VI

Quien sí venía por el jardín era el pequeño que había llegado con la mujer. Poco a poco los dos niños se fueron acostumbrando el uno a la presencia del otro y Nacho aprendió a enfrentarse a sentimientos encontrados que aún no podía entender. Por un lado vivía la presencia del intruso como un cataclismo que había destruido el pequeño ecosistema en el que había dibujado los últimos años de su vida. Por otro, tenía que enfrentarse a una atracción que no sabía explicar y que, por primera vez, le hacía sentirse una posición de inferioridad.

A Andrés se le veía cada más desmejorado. Por su nieto, el niño que no se parecía a ningún árbol y que le hacía sentirse incómodo, Nacho supo que la mujer del viejo jardinero le había abandonado hacía años, yéndose con alguien que Andrés ni siquiera llegaría a conocer. Durante años, aquella mujer recibió primero mensajes de súplica y luego de amenaza que convirtieron la distancia en una separación irreparable. Una de las victimas de aquella separación fue la hija de Andrés, una niña que apenas había empezado a caminar cuando le tocó despedirse para siempre –o al menos hasta que fue capaz de tomar sus propias decisiones- de un padre que adoraba. Luego vinieron las amenazas de Andrés a la madre y entre padre e hija sopló un viento que heló el posible camino a la reconciliación. Cuando murió la abuela de Javier, su madre decidió escribir una carta al viejo jardinero y planear un reencuentro que éste rechazo. En la distancia su corazón se había convertido en un terreno estéril en el que sólo podían crecer los parásitos.

La Grafiosis es una enfermedad que afecta sobre todo a los olmos… y es una enfermedad muy compleja porque en ella no sólo interviene el hongo causante del envenenamiento, sino un coleóptero hermoso y tornasolado que al inyectar sus esporas en el árbol inyecta también el germen de la destrucción. La grafiosis se extiende por los vasos por los que circula la sabia del árbol con la misma facilidad que el odio se extiende por las venas de un hombre atacado por el veneno mortal de los celos. Un olmo puede vivir más de trescientos años y alzar su copa robusta desafiando al viento, a la nieve y a los embates de la más dura de las tormentas. Sin embargo, un día, un simple golpe de viento, menos aún, una brisa cálida que presagia el eco distante del otoño, empuja dulcemente a un pequeño insecto que apenas se demora unos segundos para depositar en las profundidades de su corteza, una espora en sí inofensiva. Quizá, a lo lejos, la lluvia empieza a caer suave y el insecto inicia de nuevo el vuelo mientras deja detrás de sí un rumor de fronda y el comienzo de una nueva vida que acabará con otra.

– ¿Y por qué habéis vuelto ahora? – preguntó de pronto un día Nacho a Javier un mientras jugaban en la cercanía del magnolio.

– El abuelo está enfermo.

La respuesta le llegó como la confirmación de algo que ya conocía y, sin embargo, no por eso dejó de destrozarle el corazón. Para los mayores, cuando oyó las conversaciones que se empezaron a multiplicar a su alrededor, la enfermedad del jardinero era un tipo de cáncer que no se podía tratar. Para Nacho, la verdad era otra. Ese viejo olmo que era Andrés, había contraído un parásito mortal el mismo día en que, por primera vez, pasó una noche en  una casa vacía de una mujer y una niña sin las que no concebía la vida. Ido el coleóptero y sembrada la semilla, el recio jardinero tardó tiempo en mostrar los primeros rasgos de aquella enfermedad que se había aferrado de forma imborrable a lo más profundo de su ser. Pero estaba allí y llegó un día en que empezó a desarrollarse y propagarse por su cuerpo. Fue un día cualquiera, quizá un 12 de julio o un 27 de agosto. Quizá un jueves o viernes de septiembre, con el otoño ya apuntando en el horizonte del jardín. Fue un día en el que nada fue distinto, en el que no hubo un especial número de mirtos dejando el nido, ni de abejas que produjeran una cantidad anómala de cera. Quizá lo único especial fue eso, el destello sutil de vida con el que la enfermedad comenzó a extenderse lenta pero inexorablemente por cada uno de los rincones de su cuerpo. Pronto llegó a la lengua, que abandonó los tonos dulces y se volvió incapaz para cualquier palabra que sonara a perdón. Más tarde se instaló en los oídos, que se cerraron a cualquier voz que no sonara a orden o a despedida. Naturalmente atacó a los ojos, que incapaces de ver más allá del color agrisado y marrón del otoño, se instalaron en un espacio sin tiempo en el que solo se sucedía la repetida y multiplicada proximidad del invierno. Andrés dejó de tener contacto con el exterior, el aislamiento que se había iniciado quizá como defensa, se había convertido en una huida hacia ninguna parte. Fue en esos días cuando habían llegado Nacho y su Madre a la finca y, a pesar de que la presencia del niño había funcionado de forma temporal como una quimioterapia agresiva, la vida del hongo, tras un periodo de estancamiento, prosiguió su camino tranquilo y eficaz hacia la muerte del viejo olmo.

En el entierro, a Nacho le molestó que el féretro del viejo jardinero estuviera hecho de pino y no de alguna madera más noble que se correspondiera con el alma profunda de aquel amigo al que le debía tanto.

– Y tu padre ¿de que murió? Preguntó de pronto Javier a Nacho mientras veía como tiraban las primeras paletadas de tierra sobre el féretro de aquel abuelo al que apenas conocía.

– De un infarto. Yo era muy pequeño y casi no llegué a conocerle. – Contestó Nacho escuchando el sonido inapropiado del pino bajo el peso creciente de la tierra.

Aquella misma noche, Javier vino a despedirse de Nacho al jardín. Había empezado a oscurecer y, durante un rato, jugaron al escondite saltando una y otra vez los setos de boj que llenaban el parterre y que eran capaces no solo de ocultar el cuerpo de los niños sino de sostener su peso haciendo de columpios desde los que se transportaban  a escondrijos imposibles. Luego agotados, llenos de sudor y con el recuerdo de la muerte flotando sobre el jardín, Javier se inclinó hacia Nacho y le dio en la boca un beso de despedida. Los labios de los niños se encontraron durante un segundo y Nacho sintió como, durante ese preciso segundo, el corazón se le paraba literalmente en el pecho. Uno, dos, tres latidos perdidos, tres bombeos que no pasaron, tres silencios que ocuparon el lugar de la vida. Muerte y despedida le recordaron alguna música familiar que sin embargo no estaba seguro de haber escuchado. Miró hacia sus sentimientos intentando entenderlos y lo único que vio fue un desierto sin fin en el que no se podía vislumbrar ni un solo árbol.  Nacho tuvo conciencia entonces, por primera vez, de algo que sabía desde hacia años: El único hombre que no podía asociar a un árbol y, por lo tanto, el único hombre al que no podía entender, era ese en el que latía ese corazón que acababa de fallarle.

Miró irse a Javier, el niño que había usurpado su puesto en la vida del jardinero que yacía enterrado en una caja de modesto pino a menos de un kilómetro de donde estaba, y el dolor le dijo que, al menos otro árbol, al menos otro árbol en el mundo, pertenecía -aunque no pudiera identificarla-, a su misma especie. En ese momento, el niño desarraigado que había llegado a la que sería su casa en medio de la noche, el niño cuya memoria empezaba entre abedules, cipreses y magnolios, el niño que había vivido con indiferencia la distancia del viejo jardinero, la distancia de los amigos que ya tenían amigos cuando empezó en el nuevo colegio, sintió algo que se parecía a la ausencia de agua, a la sequía insistente que va minando las raíces, a la ausencia del rocío que hace casi inútil la presencia de las hojas. Sintió, por primera vez, plantado en medio del jardín, una sed inmensa de árbol que puede fallecer y reconoció esa sequía extrema por el mismo nombre por el que la reconocen el resto de los seres humanos: Soledad.