El Guardian: Cap. V

 

 

Fue el domingo siguiente cuando Andrés recibió una visita que hizo conmoverse el pequeño mundo de Nacho. No eran aún las ocho de la tarde cuando un coche se paraba en la entrada de la finca como se había parado el de la madre de Nacho hacía algo más de un año. De él se bajaron, también esta vez, una mujer y un niño.  La mujer era morena, elegante,  atractiva… y aunque los años habían empezado ya a transformarla en una mujer madura,  Nacho reconoció en ella una encina roja, un tipo de árbol capaz de deslumbrar por sus hojas cubiertas con un bello que atrae la luz con una delicadeza difícil de ignorar. Además, el ojo instintivo del niño, sabía ya, a pesar de su juventud, que el verdadero atractivo de una encina, y por lo tanto su verdadera belleza, residía en el tronco recio y oscuro capaz de entrar en la tierra con un poder que poseen muy pocos árboles. Para muchos hombres, lo llamativo de aquella mujer eran sus piernas largas y definidas capaces de pisar con seguridad. Para Nacho, por el contrario, lo verdaderamente fascinante era su evidente rechazo al desarraigo: A pesar del tiempo, o de las apariencias, aquella mujer era un tipo de persona que jamás renunciaría a sus raíces.

Y del coche se bajó también un niño que tendría aproximadamente la misma edad que Nacho. Los dos se quedaron mirando mientras, por encima de ellos, se encontraban las miradas de la mujer y el viejo jardinero. La encina y el olmo se midieron durante unos segundos y a Nacho le dolió descubrir que la antigua hostilidad de aquel olmo que era Andrés, del viejo olmo que era el único amigo que había tenido de verdad desde su llegada a aquel pueblo, era reemplazada por una nostalgia que venía cargada de algo que su fina intuición no lograba capturar. Nacho sintió frío y echó a correr hacia su casa sin despedirse.

A partir de aquel día, la mujer se instaló con el niño en una casa del pueblo y Andrés dejó de pasar tanto tiempo en el jardín.