Un «Naufragio», de hace 10 años, que parece seguir naufragando

Hace 10 años el Mundo de León me dió la oportunidad de escribir una columana semanal bajo el título: «Los martes y los días». Las cosas pasan y se hacen viejas… o no. Me propongo publicar una recopilación -algo que me han desaconsejado probablemente con sabiduría- y en la pimera columna con la que me tropiezo leo lo siguiente:

Que somos viento frío en una mañana de agosto cuando un movimiento súbito de coches deja vacías las playas en un naufragio de turistas.

Me quedo un poco estupefacto una vez más, por la magia interna, y «a su propio rollo» de las palabras que se escriben y se olvidan. Y un día -por error, o no, se recuperan.

El texto completo va aquí. Por si lo permeara de alguna forma que se me escapa el rocío de un presente como mínimo perturbador.

“Naufragio”

Nadie repara nunca en lo que sucede con los restos de un naufragio. Las maderas rotas que sirven para construir el primer cobijo improvisado y urgente.
Naufragio es un despido que nos arroja a un horizonte abierto y aterrador pero que tiene en sí mismo una semilla de proyecto de vida. Porque vivir es proyectar y de un despido -salvo gravísimas y dolorosísimas excepciones-, no se muere. Naufragio es una ruptura sentimental que nos arroja, como poco, a un encuentro inesperado con nosotros mismos, con nuestra súbita, única, y a menudo brutal compañía, pero con la posibilidad, otra vez, del otro a la vuelta de la esquina.
Todo naufragio es dual y lleva en sí mismo la partida del puerto conocido y la deriva -de pronto sin destino- por el proceloso viaje de la vida en la que siempre aparecen muelles en los que creemos amarrar. Toda persona anciana, todo sabio, dirá sin dudar que cada naufragio es siempre duro, pero también, siempre fructífero. Se aprende del dolor -cuando no nos rompe por completo, y casi nunca lo hace sino estábamos rotos antes- y, sobre todo, se crece en el dolor, como se crece en el placer que existe sólo de verdad – no nos engañemos- como referencia suya.
Tienden los tiempos modernos a pintarnos una vida sin naufragios en la seguridad del Idealismo que produjo la entronización de la Razón a comienzos del siglo pasado. Pero la única seguridad verdadera es la que procede de la aceptación de la inseguridad, de saber que somos movimiento, inestabilidad, cambio. Que somos viento frío en una mañana de agosto cuando un movimiento súbito de coches deja vacías las playas en un naufragio de turistas.
Vivo enamorado de un cuadro de Rubens que habita calladamente en el Prado titulado, “la diosa Fortuna”, y en él recuerdo a una mujer que posa su pie en equilibrio sobre una pequeña bola que flota en un mar proceloso que amenaza tormenta. Ahí está la diosa Fortuna, al borde del naufragio siempre. Allí riadas, y montañas que se derrumban, aquí el desastre total de una generación que se dice sin futuro. Se equivocan quienes piensan que se puede vivir seguro en al resguardo del puerto. La seguridad está en aceptar que, si se sobrevive al naufragio, quizá, posiblemente, habremos aprendido una lección no sólo para sobrevivir, sino para vivir, que es siempre mucho más humano.

FUENTE: «Naufragio»