Los martes y los días: «Naufragio»

Publicado originalmente el 16/08/2010

 

Tienden los tiempos modernos, a pintarnos una vida sin naufragios en la seguridad del Idealismo

 

Nadie repara nunca en lo que sucede con los restos de un naufragio; las maderas que sirven para construir un cobijo, el aprendizaje de unas circunstancias -seguramente duras-, que no estaban en el camino. La vida, que empieza de nuevo. Naufragio es un despido, que nos arroja a un horizonte abierto, aterrador, pero que tiene en sí mismo una semilla de proyecto porque vivir es proyectar y de un despido, salvo gravísimas y dolorosísimas excepciones, no se muere. Naufragio es una ruptura sentimental, que nos arroja, como poco, a un encuentro inesperado con nosotros mismos; con nuestra súbita, única y a menudo brutal compañía. Y a la vuelta de la esquina, la posibilidad, otra vez, del otro. Todo naufragio es dual y lleva en sí mismo la partida del puerto conocido, y la deriva, de pronto sin destino, por el proceloso viaje de la vida en la que siempre hay muelles en los que creemos amarrar. Toda persona mayor, todo sabio, dirá que cada naufragio es siempre duro, pero también, siempre, fructífero. Se aprende del dolor -cuando no nos rompe por completo y casi nunca lo hace sino estábamos rotos antes- y, sobre todo, se crece en el dolor como se crece en el placer que existe sólo de verdad – no nos engañemos- como referencia suya. Tienden los tiempos modernos, a pintarnos una vida sin naufragios en la seguridad del Idealismo que produjo la Razón del siglo pasado cuando se durmió pensando que había llegado a su altura máxima. Pero la única seguridad verdadera la da la aceptación de la inseguridad, saber que somos movimiento, inestabilidad, cambio. Que somos viento frío en una mañana de agosto cuando un movimiento súbito de coches deja vacías las playas en un naufragio de turistas. Vivo enamorado de un cuadro de Rembrandt que habita calladamente en el Prado titulado, «la diosa Fortuna», y en él se ve a una mujer que posa su pie en equilibrio sobre una pequeña bola que flota en un mar proceloso que amenaza tormenta. Ahí está la diosa Fortuna, al borde del naufragio siempre. Allí riadas, y montañas que se derrumban, aquí el desastre total de una generación sin futuro. Se equivocan quienes piensan que se puede vivir seguro en al resguardo del puerto. La seguridad está en aceptar que si se sobrevive al naufragio, quizá, posiblemente, habremos aprendido una lección no sólo para sobrevivir, sino para vivir que es siempre mucho más humano.