“ Los árboles también se mueren. De viejos quiero decir…” – El pequeño de 4 años que jugaba en el mantillo marrón que cubría el suelo del bosque, levantó la mirada y sonrió a su padre a pesar de que la voz tenía un deje extraño al que no estaba acostumbrado. Luego, cuando oyó el estallido de la pistola, se quedó parado con los ojos muy abiertos y por un segundo estuvo a punto de llorar. El rojo se lo impidió. Miró aquella mancha brillante que crecía sobre la cara de su padre y vio como el enorme cuerpo tan querido se tiraba a su lado iniciando un nuevo juego que desconocía.
Acercó un dedo inseguro al liquido caliente que no dejaba de salir de algún lugar y comenzó a moverlo tocando primero los labios, luego las orejas y, finalmente, las mejillas… Poco a poco fue cogiendo seguridad conforme iba recordando ese otro juego que su madre le había enseñado hacía algunos días y que consistía en mover un dedo cubierto de tinta sobre una superficie blanca de papel. Los ojos de su padre le miraban más cerca que nunca. Se inclinó lentamente y le dio un beso cariñoso para dar por concluido el juego.
Entonces oyó el grito. Un grito que lo rompió todo, un grito que venía de la garganta que más quería en el mundo y que traía algo de llanto, algo de asombro y algo de reprobación. ¿Había hecho algo malo? Todavía sentado, miró hacia arriba y se vio cubierto por un manto de cartulinas verdes llenas de curvitas que las recortaban contra un fondo azul. Las cartulinas estaban unidas entre sí por líneas negras y retorcidas que se dibujaban sobre el cielo como se dibujaban los ríos de tinta negra que dejaba correr, a veces, por los cuadernos blancos de dibujo. Como se dibujaban los ríos de tinta roja que corrían ahora por la cara de su padre. Cuando su madre lo arrebató del suelo y lo apretó contra su pecho como nunca antes lo había hecho, lo último que Nacho Grijales vio no fue el cuerpo tendido e inerme de su padre, si no un tronco recio, negro y estirado que terminaba en una copa abierta y aovada. Vio cientos de cartulinas que no eran sino cientos de hojas verdeoscuras, lobuladas y redondeadas que nacían, a su vez, sobre pequeños tallos largos y amarillos. Vio un eterno mar de verde surcado por ramas estriadas y ennegrecidas. Vio, en fin, aunque en ese momento él aún no lo reconociera por su nombre, un enorme Roble Albar que lo enseñoreaba todo.