El Guardián: Cap. II

El Real Jardín Botánico de Madrid es una superficie de unas ocho hectáreas rodeada por una recia verja de hierro forjado contra la que se agolpan cientos de especies vegetales traídas de todo el mundo. Su entrada principal se enfrenta con la Puerta de Murillo del Museo del Prado y se ofrece al visitante  -invitadora en su soledad- en contraste con las enormes colas de turistas que se agolpan para colarse en la gran pinacoteca por la puerta menos concurrida. Sobre el Jardín, sobresalen algunas copas destacadas, como la del Ciprés, con más de 32 metros de altura, o la Olmo del Caucaso, que alcanza los 40. Adentro, a veces, todo es misterio. Cuando llega en invierno la hora de la tarde, justo antes de que el sol empiece a declinar sobre la tapia que da a la Estación de Atocha, todas y cada una de las plantas que pueblan el jardín proyectan sombras sobre el suelo iluminado y tejen un encaje umbroso que recuerda los tiempos primigenios, las épocas en las que el hombre, antes de romper el alba de la civilización, se desarrollaba, reproducía y alimentaba en los límites desdibujados del bosque.

La tarde en la que Nacho se presentó en el Jardín por primera vez era una de esas tardes atávicas. Madrid estaba ensombrecida por un horrible atentado terrorista y el silencio habitual en el interior de la reja que delimitaba el recinto, estaba esta vez enmarcado –y por tanto resaltado- por ese otro silencio pesado e inquietante de la ciudad.

Se dirigió a las oficinas y notó como sus botas levantaban un crepitar intermitente sobre la gravilla del camino conforme se acercaba al Pabellón de Villanueva. Dejó detrás de sí la estatua de Calos III, pasó sin levantar la cabeza del suelo al lado al lado del estanque en el que salpicaban algunos patos asilvestrados y se coló, sin preguntar, dentro del edificio.

– ¿Si? – sonó la voz del Director desde el otro lado de la puerta.

– Me han dicho que tengo que hablar con Usted. –Explicó, mientras le tendía el escueto currículum y reparaba en una mesa que pertenecía a alguien que, sin lugar a dudas, vivía una vida de días con muchas menos horas de las que necesitaba para poder sacar adelante, como mínimo, el trabajo que esos mismos días acumulaban.

El hombre de detrás del escritorio miró desconcertado el papel que le entregaban y, sin apenas pararse un segundo, llevó esa misma mirada inquisitiva a la persona que tenía enfrente. Lo que vio fue el cuerpo erguido y algo chaparrete de Nacho Grijales. La mirada, a continuación, se dirigió al contorno recio de las piernas que se adivinaban detrás del pantalón y, enseguida, subió por el tronco hacia unos hombros que notó ligeramente estrechos. Finalmente, se paró en una cabeza hirsuta en la que destacaban unos ojos color miel. Unos ojos asustados y decididos al mismo tiempo.

– No estamos contratando. -Dijo mientras echaba una ojeada curiosa al papel que tenía en la mano y que no tardó en dejar con indolencia sobre el escritorio-. Lo siento.

– Soy un buen jardinero. Hace años que vivo…-

– ¿Eres botánico?, le cortó el director que empezaba a notar la presión del tiempo y del trabajo acumulado.

Nacho enrojeció y balbució un -“sé de plantas”-, que a él mismo le sonó absolutamente ridículo tan pronto como lo oyó salir de su boca y quedarse allí colgado en el silencio repentino que llenó el despacho. La poca luz natural que todavía se colaba por las ventanas, empezó a desaparecer por segundos enfriándolo todo.

– Lo siento, – dijo finalmente el hombre atareado de papeles sin poder evitar que un cierto tono de impaciencia se colara por sus palabras-, la plantilla está completa, no necesitamos… Además –se interrumpió- el Jardín solo contrata licenciados.

Durante unos breves instantes sonó el silencio. Afuera, en la tarde invernal, ya no quedaba luz. Los dos hombres se miraron durante un segundo y hubo un atisbo, una sombra mínima de reconocimiento, que los dos rehuyeron.

– Gracias de todas formas por recibirme. – Fue Nacho el que rompió el espacio incómodo que los separaba y tendió una mano franca, abierta, ausente de rencor-. Encantado.

Al llegar a la puerta, cuando ya había puesto la mano de nuevo en la manilla dorada, se paró un segundo, dando la espalda al director y, sin volver la cabeza, habló por última vez.

– El Olmo del Caucaso, el que está en la terraza central entre las gimnospermas y los setos de durillo… -se detuvo un segundo como para tomar aliento- no está bien, falta carbón en el substrato. A unos dos metros de profundidad hay un pequeño anquilosamiento basáltico que ha forzado a las raíces a crecer demasiado superficialmente…. al no poder profundizar se han extendido paralelas a la superficie… y la superficie es demasiado porosa… poco peso –dijo negando con la cabeza, mientras seguía hablando con la mirada fija en la puerta que tenía enfrente-. Hace dos años que esas raíces han entrado en la tierra ácida de las gimnospermas y se están asfixiando, –en la voz del aspirante ya no había ni ansiedad, ni deseo y ni desesperanza, sólo había certidumbre- muy pronto la parte sana del árbol será incapaz de ocuparse de la enferma. Añadan carbón debajo del tronco  para que las raíces puedan tirar por ahí. Es un árbol demasiado hermoso para dejarlo morir.

Sin volver la cabeza, Nacho Grisales, que ya no aspiraba a nada,  bajó con decisión la manilla y cerró tras de sí la puerta del despacho. En ese último golpe seco y rotundo, no pudo evitar reconocer el alma real de ese muro que se había cerrado definitivamente entre él y su sueño: Un Haya Roja del Pirineo que había sido hecha madera hacía más de 200 años.

Deshizo de nuevo el camino andado anteriormente y esta vez disfrutó de todo lo que le rodeaba: Los tilos, el madroño fuerte que crecía desafiante en este Madrid contaminado, la Butia, los rosales, los ciclámenes… Ya en la puerta, se paró un segundo y dejó que le inundaran el olor apagado de la lavanda y la frescura combinada de la menta, el tomillo y el brezo que crecían, adormecidos por el frió, en el extremo opuesto del Jardín. Cuando finalmente abandonó el recinto, una luna redonda y blanca presidía las copas del círculo de castaños inmensos que despedían al visitante.

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