Nacho no pudo evitar que algunos de estos detalles de su primera experiencia como chapero, pasaran como ráfagas por su cabeza cuando se dirigía a su casa después de haber hablado con la policía, de haber explicado con dificultad su presencia en la casa del anticuario y de haber conseguido milagrosamente que le dejaran irse aunque, eso sí, comprometiéndose a estar “localizable”. Por su memoria pasaron también otros detalles, de otras muchas relaciones “comerciales” que había tenido después de que su teléfono fuera pasando de mano en mano según aplicaba sus labores de “jardinería” a todo tipo de individuos necesitados de una u otra forma de compañía y cuidados. Anticuarios, historiadores, agentes inmobiliarios, banqueros, y también, por supuesto, mecánicos, empleados de fruterías, maestros y algún que otro sacerdote. Todos ellos formaban una nebulosa extraña que constituían una parte importante de su pasado y en la que ahora, por alguna razón que desconocía, su cerebro intentaba encontrar algo que le ayudara a apagar esa desazón que sentía desde que había escuchado el disparo.
Llegó a casa agotado. Abrió la puerta del portal y subió las escaleras sin dar la luz, dejándose guiar tan sólo por el reflejo de la calle que se colaba por las ventanas del portal. Su apartamento, en un quinto sin ascensor, era el único pequeño triunfo real que se había permitido en la vida. Desde las ventanas se divisaban las cúpulas de San Andrés y San Francisco el Grande y, aún más importante para Nacho, se divisaban las copas de un pequeño grupo de plátanos de paseo que el viento mecía a veces y que tenían la propiedad de devolverle inmediatamente la tranquilidad en cualquier momento de ansiedad.
Entró y dio la luz. Nacho llevaba a muy poca personas a su casa, pero todas las que habían ido alguna vez, se habían sorprendido por la decoración peculiar del pequeño apartamento. Dominado por un minimalismo casi monástico en el que las paredes blancas lo rodeaban todo, y en el que no había ni un solo material de construcción que no fuera natural –cemento, piedra, madera, temple-. Sin embargo lo más curioso era el salón en el que de aberturas perfectamente cuadradas abiertas en el cemento, salían todo tipo de plantas que formaban pequeños parterres distribuidos con una geometría exquisita. “¿Cómo las riegas?, ¿No se cuela el agua para abajo?” eran las preguntas inevitables. Nacho explicaba entonces su invento de drenaje y riego que había hecho instalar al hacer la obra con unos albañiles que consideraban una auténtica locura la particularísima decoración. Durante el día la luz entraba a raudales y había zonas de sol y sombra perfectamente definidas. Nacho había conseguido criar en interior plantas sorprendentes, como el tomillo, el orégano, la menta, el brezo… y esa mezcla de perfumes que flotaban permanentemente en el ambiente, era una de las esencias más sorprendentes de la casa. Grises, blancos y verdes lo llenaban combinándose en un millón de matices. Era, esencialmente, una casa viva, que cambiaba con las horas, con los días, con las estaciones.
Nacho colgó la chaqueta detrás de la puerta, echó mecánicamente el cerrojo y se acercó a la ventana para adivinar el movimiento sutil de las hojas de los plátanos meciéndose en el seno tranquilo de la noche… Pero no había tranquilidad, la angustia seguía allí, instalada como un huésped incómodo al que no se ha invitado. Notó que los plátanos le fallaban… o que le fallaba algo muy profundo en su propio interior que no conseguía identificar. Se desnudó, se dio una ducha en el silencio sepulcral del apartamento. Se tiró sobre la cama y poco a poco el agotamiento le ayudó a ganar la batalla del sueño.