El Guardian del Jardín: Cap. X

La primera vez que Nacho recibió dinero a cambio de sexo no fue un acto de prostitución si no de afecto. Todo había empezado en un pequeño restaurante de la calle Hortaleza al que había empezado a ir al poco de su llegada a Madrid, por dos razones fundamentales: Por el precio del menú -que estaba en los límites de lo que se podía permitir con el dinero que su madre le mandaba cada mes- y porque era frecuentado por exóticos chaperos venezolanos, colombianos y, sobre todo brasileños, que tenían un atractivo irresistible para Nacho porque eran, la mayoría de ellos, árboles selváticos cuya fuerza y vigor distaba mucho de parecerse a cualquier árbol que se hubiese podido dar en Santander. Detrás de aquella variedad de pieles que iban desde el blanco lampiño en el que se adivinaba su origen africano, hasta los más variados matices de la canela,  Nacho veía claramente cedros dulces, jarillos o apamates -típicos de las selvas nubladas de las cordilleras de la costa y los Andes- todo tipo de palmáceas, árboles de Ipé –el árbol nacional de Venezuela-, higueras trepadoras, manglés (blancos y rojos) y, por supuesto, impresionantes ceibas –capaces de alcanzar los cuarenta metros de altura-.

Justamente con el cambio de siglo, la América hispana y portuguesa, había comenzado a devolver a Europa parte de aquella sangre desparramada hasta la saciedad por los habitantes de la vieja piel de toro en miles de cruces y mestizajes sobre los que se construyó una cultura barroca, india y africana; una cultura que el vecino rico del norte veía como una amenaza llena de vida contra la hegemonía de un puritanismo -extremadamente eficaz en el aspecto económico- pero cuya vitalidad había comenzado a agotarse pocos años después de enfrentarse y derrotar al gran gigante Nazi. Al sur de Río Grande crecía imparable una sociedad enormemente diversa pero, al mismo tiempo, homogénea en su europeidad profunda construida de forma parasitaria y simbiótica a la vez sobre el sustrato de las grandes civilizaciones precolombinas. Así, mientras los norteños eran hijos de una sociedad absolutamente nueva nacida de la revolución callada que dio paso a la otra, la gran revolución en la bella Francia del Rey Sol, los vecinos del gran sur, se independizarían, años después, en un espejismo que les apartaría no sólo de España y Portugal, sino –algo que resultaría terrible para sus sociedades- de sí mismos, de su propia europeidad, de sus orígenes renacentistas y, por lo tanto griegos y romanos. Los pueblos que se independizaban de Europa eran hijos tanto de Inti y Quetzalcóatl, como de Aristóteles y Heráclito. Sor Juana Inés de La Cruz y el Indio Gracilaso de la Vega, que escribían en español y que vivían en americano, habían creado una realidad que existiría más allá de su propia extinción. Los países americanos, una irrealidad centrífuga frente a la realidad centrípeta puritana del norte, empezarían con la independencia una decadencia aparente que sorprendería por su vitalidad al gigante del norte desde dentro de sus propias fronteras. “Lo Hispano”, tan diverso fuera, tenía una unidad y una pujanza dentro que comenzaba a amenazar el propio sistema blanco/anglosajón que habían sobrevivido sin problemas a la presencia de lo negro, lo judío y lo oriental.

Y esas gentes se reencontraban de nuevo con España como lo habían hecho siglos antes al otro lado… a través del trabajo y del ayuntamiento de la carne. Españoles maduros encontraban compañía en carnes morenas por las que pagaban sin reparo reconociendo su valor en una vitalidad que les era ajena…  Y a veces esas relaciones se institucionalizaban, pasaban por “la vicaría” o  por el juzgado y se paseaban por los parques de Madrid, de Barcelona, de Valencia… sin ningún tipo de complejos. Pero, a pesar de las apariencias, a pesar de la engañosa visión de lo superficial, el reencuentro de las carnes no era social sino telúrico y eso lo probaba la enorme penetración del mestizaje sexual en el mundo homosexual en el que no había posible función constructiva o reproductora. El mundo homosexual, en su propia esterilidad, manifestaba con la efectividad de un experimento de laboratorio la fecundidad del encuentro, la realidad de una cultura única asentada en el poso sosegado y extremadamente eficaz de los siglos.

Y era fuerza extraña e incontrolable, esa fuerza del encuentro y del desencuentro, la que estaba sentada aquella noche  en la mesa vecina a la mesa en la que estaba sentado Nacho. El español era algo mayor, no mucho, y el venezolano que tenía a su lado comía concentrado desde la tranquilidad de una piel irisada que generaba belleza con el simple hecho de moverse aunque ese movimiento fuera tan simple como el de llevarse el tenedor a la boca. Naturalmente había más que cuerpo. Los ojos oscuros y profundos tenían ese brillo irresistible de la juventud que proviene no de los años, sino de la inocencia. El venezolano miraba su comida y el español miraba al venezolano que era un plato que no probaría esa noche.

La discusión estalló como los petardos inofensivos en las ferias de los pueblos. Al principio Nacho fue más consciente de los gestos que de las palabras. Veía la cara del español escupir aire que se estrellaba contra la indiferencia de su acompañante que seguía la conversación con algún que otro encogimiento de hombros. En un par de ocasiones levantó la vista y dejó ver a las claras que la conversación le producía una mezcla de agotamiento y hastío. Nacho vio en aquella mirada la presencia de la repetición… demasiado abono, demasiado cuidado, demasiadas discusiones. El joven veneczolano era un robusto ejemplar de Tabebuia, un tipo de árbol que en Venezuela llaman Aragüey, en Uruguay Lapacho y en casi todos lados Ipé. La Tabebuia, que en su versión amarilla es el árbol nacional de Venezuela, se caracteriza por su voracidad aérea y desarrolla una flor exuberante en forma de trompeta que es capaz de captar oxigeno y enormes cantidades de agua a través de unas hojas espesas, dilatadas y un tanto ásperas. Es un tipo de árbol que, a pesar de su origen selvático, crece en pequeños promontorios apartado de las grandes corrientes fluviales. Su alimento era el oxigeno más que el agua, y el exceso de esta, aunque no era capaz de destruir la planta, pudría las raíces y le daba con la edad un aspecto seco y arrugado muy distinto de la presencia fresca de los ejemplares sanos.

“Demasiada atención” pensó Nacho para sí mientras veía como el español comenzaba a elevar la voz evidentemente irritado ante la actitud del venezolano.

– ¿Es que no puedes decir sencillamente si o no?, le espetó.

– Estoy comiendo. – La voz sonó suave, tranquila, paternal… cargada de una dosis infinita de paciencia; una dosis de paciencia tal que portaba en si misma un aviso de agotamiento. A esa boca que se abría para hablar después de haberse tomado su tiempo para masticar educadamente el arroz y tragar, se le agotaba la generosidad y le quedaba poco que dar como la conversación no cambiara de rumbo.

– Pues quedamos el viernes. – Insistieron esos ojos que no sabían ver, esos oídos que no sabían escuchar, esa nariz que no sabía olfatear el peligro.  –“Mal jardinero”, pensó esta vez Nacho moviendo la cabeza negativamente sin levantar la vista del plato-

– Trabajo hasta las seis.

– Te voy a buscar.

– Yo te llamo. ¿Vale?. Cortó el venezolano mirando por primera vez a los ojos al español.

– No entiendo que problemas tienes…

– Apártate de mí tío –saltó el venezolano como una liana que se rompiera de pronto por la tensión y agitara un latigazo en el aire. ¡Apártate! ¿Me oyes?¡Apártate!, ¿no ves que me ahogas? Me hartas, te empeñas en hartarme, quedamos y quieres volver a quedar, vuelvo a quedar y quieres que me quede a dormir, me quedo a dormir y quieres que me quede a comer. ¡Déjame tío! ¡Déjame!.

Con el último “déjame” el venezolano tiró la servilleta sobre la mesa levantó su metro ochenta de carne agitada por la pasión. Los músculos tensos, la cara -enormemente bella-, embellecida aún más por la virilidad exuberante de la pelea. Salió del restaurante dejando por despedida el adiós inmenso de su espalda, de sus piernas torneadas por unos vaqueros anchos pero incapaces de ocultar el volumen de la piel, por unos glúteos que le dividían en dos como el tronco separa las raíces de la copa.

¿Qué queda cuando un gigantesco árbol tropical es arrancado de raíz por la fuerza del huracán? Desolación. Despojos, restos, basura, tierra abierta, expuesta, soledad, silencio, estupor, vacío. Así había quedado la mesa de al lado de la mesa de Nacho. Llena de comida inservible, de platos sucios, de desorden, de asombro. Todo era ruina en ese silencio de cosas descolocadas. Y en medio de todas esas cosas el español, ya en silencio, por fin en silencio, abandonado en el silencio… dejado por no dejar. El español reducido a la nada por la ausencia inmensa de la piel, despojado, despellejado.

Naturalmente la compasión de las conversaciones, que siguieron produciéndose en cada una de las mesas como si nada hubiera pasado, no hicieron sino remarcar el silencio de aquel basurero que había quedado en el centro de la sala y al que nadie miraba cuando, en su naturaleza alterada, debería ser el centro de todas las miradas.

Nacho no pudo evitarlo. Vio a su lado ese hombre que a su lado, permanecía inmóvil con la mirada perdida y sintió una punzada de curiosidad. Le observó y su cabeza empezó a procesar los datos sin que la voluntad –su voluntad- fuera una parte del proceso. Por lo general a esas alturas debería saber ya qué árbol tenía enfrente, o al menos, tener una idea clara sobre la especie a la que pertenecía. Y, sin embargo, había algo que se le resistía. Se dio cuenta de que había estado deslumbrado por la curiosidad de lo tropical y sus ojos habían sido incapaces de percibir con claridad lo que permanecía a su sombra. Pero ahora, aún ahora, había un elemento que se le escapaba, en su interior sabía algo le decía que se enfrentaba a un pino carrasco –tan exigente de luz y calor aunque capaz de soportar sequías prolongadas-, pero aquello que había a su lado era de alguna manera mucho más pequeño que un pino carrasco, infinitamente más pequeño, no sólo el lo referente al tamaño, sino que esa “enanez” iba más allá, era como si estuviera desposeído de su propia esencia, como si estuviera desubicado de una forma definitiva. Sintió una punzada de asco, un tipo de asco que solo sentía en presencia de las plantas en maceta, de esas plantas en cautividad que ya no tenían esperanza de jardín, bosque o colina. Nacho sintió un escalofrío y, de pronto, como una intuición que se convierte en certeza, como un presentimiento que se descorre y deja pasó al sentimiento que anunciaba, Nacho Grijales se dio cuenta de que estaba, por primera vez en su vida, en presencia de un Bonsái. Un árbol que ha dejado de serlo, un árbol en el que la que la mano del hombre, la actuación sistemática y premeditada del albedrío humano había logrado su objetivo desnaturalizador. Nada le producía más asco, nada más rechazo, y, sin embargo… algo de árbol había aún allí. En aquel tronco retorcido, solitario, desubicado había sabia y, por lo tanto había vida. Y Nacho era ante todo un Jardinero. Todo su instinto le empujaba a ayudar a aquel despojo de árbol que le pareció, de pronto, recuperable.

– Qué manía tienen algunos de decir déjame cuando nos dejan. – Las palabras le salieron sin premeditación, ajenas por completo a su voluntad, le salieron del instinto de cuidador desarrollado en años y años de vida en el jardín.

– ¿Perdón? – Naturalmente fue el pino carrasco encerrado en el bonsái el que respondió a la llamada del jardinero.

– Lo siento, no quería meterme –y desplegó una sonrisa enorme como primer abono, como primer cuidado- ¿Puedo invitarte a un café?

Los procesos que pasaron visible y ostensiblemente por la cara del español antes de contestar fueron siguientes: Asombro, rechazo, soledad, descubrimiento, de nuevo asombro, curiosidad, sorpresa y, finalmente, interés.

– ¿Invitarme?

– Qué si tomamos café quiero decir. –Rectificó Nacho inmediatamente adaptándose al nuevo juego con una rapidez que le pilló completamente por sorpresa.

Desde su macetita minúscula el bonsái dudó. Desde luego, si aceptaba el ofrecimiento, sería el chapero menos atractivo por el que habría pagado en su vida…  y sin embargo, el vacío de piel que había dejado el enorme Araguaney venezolano, y algo en la actitud de aquel jeta que tenía al lado le decía que sabría darle lo que él necesitaba.

– Si claro. Pago y nos vamos a mi casa.