El Guardian: Cap. IX

Le despertó la discusión. El anticuario había dejado entreabierta la puerta de la habitación y Nacho adivinó, por la procedencia de la voz, que estaba en la entrada principal de la casa. No podía entender de que iba la riña, pero lo de lo que no había duda era de su seriedad. El tono de las voces que le llegaban se fue haciendo brusco hasta un punto en el que sólo la prudencia por la reputación del anticuario le hizo permanecer en la habitación. Y fue entonces cuando oyó el disparo.

A Nacho Grijales, aquel sonido hizo que algo se le paralizara por dentro y en algún lugar de su cabeza hubo un rumor de hojas secas agitadas por el viento. Le sorprendió la presencia de unas lágrimas que pujaban por aparecer y,  cuando reaccionó, salió corriendo para ayudar a aquel hombre con el que, hacía sólo algunas horas, había estado celebrando con la ceremonia de la vida.

Cuando vio el cuerpo tirado en el suelo su primer instinto fue el de perseguir. Ya en la calle, al darse cuenta de que era demasiado tarde no sólo para alcanzar al atacante, sino para llegar a tener un atisbo de su huida, se precipitó de nuevo hacia la casa con una punzada de culpabilidad y preocupación. Lo que vio le dejó paralizado: En el suelo, el cuerpo del cliente, el anticuario, el olivo viejo y antiguo,  yacía inerme con un reguero de sangre corriéndole  por la cara.

Nacho permaneció allí parado durante un tiempo eterno. Delante de él, se extendía una penumbra grisácea en la que se adivinaban las siluetas de los muebles coleccionados por el anticuario en cientos de ferias y subastas. Muebles en los que Nacho intuyó la caoba, el roble, el haya, incluso alguna pieza pequeña hecha con un tejo derribado por el viento muy pronto en su juventud. Tuvo una sensación de nausea y le pareció, de pronto, estar rodeado de cadáveres de todo tipo en cuyo centro se encontraba el de aquel olivo viejo que había sido su cliente. Había un silencio sutil cubriéndolo todo como un velo tras el que se adivinaba el sonido apagado y monótono de la ciudad.

Y entonces lo percibió. Apareció primero como un recuerdo que no se puede asir o como un sueño que no se puede recordar. Enseguida, antes siquiera de que el tiempo se hiciera tiempo, aquel pasado intangible se escabulló de forma dolorosa y dejó un hueco enorme, inmenso, desolador… Un hueco tan agudo que sólo pudo ser soportado por una brizna de presente a la que Nacho se aferró como sabueso se aferra a la carne para sus crías: Algo no cuadraba en aquel cementerio de árboles muertos ante el que se encontraba parado. Las aletas de su nariz se movieron y el cuerpo se le tensó como un resorte dispuesto a responder al más mínimo estímulo.

Era un olor, un perfume sutil, evanescente, casi tan pequeño que negaba su propia presencia. Pero estaba allí y todos los años de Nacho vividos entre plantas y árboles vinieron en su ayuda para hacerle entender: Allí, en la entrada de la casa del anticuario, en aquella sala en la que la puerta de la calle aún se encontraba abierta, olía a Cedro, el viejo perfume de los Dioses, un perfume común, de una madera que podía encontrarse en multitud de lugares… sólo que en la antesala de la casa del viejo anticuario no había ni un solo mueble, ni una sola figura, ni un solo adorno que estuviera hecho  con madera de Cedro. Nacho pensó en la cama en la que hacía algunas horas había estado trabajando y no pudo evitar recordar el Cedro del Líbano tallado en la marquetería del cabecero. Pero, aquel cedro, estaba tallado con encina, haya y enebro… no con Cedro… por lo tanto no podía oler… Y entonces la vio. Allí, al lado del cuerpo del anticuario había una pequeña hoja acicular, dura, verde oscura con una dominante azulada, tetrágona y con longitud que no llegaba a los 3 centímetros de longitud… la hoja inconfundible de un Cedro del Líbano de la que procedía el olor que había llamado la atención de Nacho.

Con precaución se acercó a los zapatos del anticuario y, sin tocarlos, los olió. No, allí no había rastro de hojas de cedro. Luego se quitó sus propios zapatos, husmeó, con suavidad, dejando que el aire entrara sin ser aspirado y comprobó lo que su instinto ya le había dicho: Estaban limpios de rastro de hojas de cedro. Aquella hoja como una aguja azulada no estaba cuando Nacho había entrado en la casa… por lo tanto sólo podía haber venido prendida a la suela del zapato del hombre que había acabado con la vida del anticuario…. Sin saber por que, Nacho supo que algo en su interior le obligaba a seguir aquella pista insignificante para descubrir la identidad del asesino aquel hombre al que apenas conocía. El olor del olivo y el olor del cedro se juntaron en su cabeza con el olor antiguo y apagado de los muebles de roble que llenaban la casa. Uno de ellos en particular, hecho con la madera recia y torneada de un Roble Albar, tenía la capacidad de producir en Nacho una desazón que no entendía pero cuyo significado último estaba muy claro: No cejaría, por absurdo que pareciera, hasta encontrar el emplazamiento del cedro del que procedía aquella pequeña e insignificante hoja que acababa de entrar en su vida.

Rápidamente ordenó en su cabeza algunos datos que le podían ayudar a empezar: Suelo acido o ligeramente calizo, poca humedad, posición soleada. No era mucho. Pero era un comienzo. Dejó que los datos se apostaran con seguridad en su memoria, se dirigió tranquilamente hacia el teléfono que descubrió sobre una consola Luis XVI de caoba y llamó a la policía.