Cuando en 1787 Benjamín Franklin abandonaba el Salón de la Independencia en el último día de deliberaciones en la Convención Constitucional de los Estados Unidos, una mujer le preguntó: “Bueno, doctor, que tenemos, ¿una monarquía o una república? Franklin contestó: “Una república… si es capaz de mantenerla”.
En los años inmediatamente posteriores a la muerte del general Franco, se produjo en España un consenso popular que consideraba que la democracia era el sistema preferible de gobierno, es decir, la posibilidad de participar a través del sufragio universal -el voto de todos- en la gobernación del país.
De forma difusa pero certera, se percibió esa democracia traería un sistema de libertades -la de expresión, la de asociación, la libertad de movimiento -ahora suspendida-, la religiosa, la de emprendimiento, la política- y que democracia significaba también, que quienes mandaban han de responder ante la Ley como cualquier otro ciudadano.
Y, de pronto, un día, ese empuje “democratizador” dejó de estar vigente y la disputa política dio paso a un enfoque ideológico donde lo que unos pensaban y deseaban excluía a lo que pensaban y deseaban los otros. El consenso dio paso al enfrentamiento y desapareció el proyecto común: la España que unos tenían como proyecto se sentía como la negación de la España que deseaban otros. Y se resucitaron las polarizaciones, aprovechando que ya quedaba lejano el eco de la guerra fratricida.
El deseo de autonomía compatible con el de una unidad en la diversidad, fue sustituido con por el de independencia, donde el proyecto de una minoría -una Cataluña o un País Vasco independientes y soberanos- implicaba la destrucción del proyecto común de la mayoría -una España en la que todos los españoles tengamos los mismos derechos y deberes con independencia de nuestro lugar de origen-.
Los partidos, unos más que otros, le hicieron esto a la sociedad ayudados por una prensa en la que una reducida minoría se hacía multimillonaria, mientras la inmensa mayoría de periodistas de “a pie”, veían desmoronarse sus salarios más allá lo sucedido a cualquier otro colectivo profesional.
Sin una prensa de calidad garantizada por una profesión periodística bien formada y remunerada, eso que llamamos “Opinión Pública”, se resquebrajó y quedó ya en manos de la propaganda -a menudo disfrazada de información- y de la mentira interesada.
¿Seguimos deseando la democracia por encima de nuestras afinidades políticas o ya sólo buscamos el placer de que ganen los nuestros?
La afirmación de Franklin “si son capaces de conservarla”, nos interpela a cada uno hoy. ¿Seguimos deseando la democracia por encima de nuestras afinidades políticas o ya sólo buscamos el placer de que ganen los nuestros? Es una pregunta que solo podemos responder en nuestro interior estableciendo el nivel de prioridades de lo que realmente nos parece vital.
La democracia es, ante todo, responsabilidad -no es divertido, pero es así-, y el ejercicio del voto tiene que ser algo más que un “colocón” de reafirmación fanática -que viene de fan, de afín-, ha de ser el ejercicio, a veces incómodo, de sanción y recompensa que nos dote de los gobernantes que creemos más capaces, veraces y honestos.
Por supuesto que hay vida más allá de esta democracia de la que un día nos dotamos asombrando al mundo. Pero queda preguntarse, porque en ello nos va el presente y el futuro de este proyecto colectivo de 50 millones de personas que llamamos España, si seguimos siendo esos demócratas ilusionados, o estamos ya en otra cosa más hedonista e infantil. Porque el jolgorio tendrá un precio y cabe preguntarse si, de verdad, serán “los ricos”, como nos dicen, quienes van a correr con la factura.