Queda la pena bajo las sombras imperceptibles de quienes ya no están.
Montones de pena escondidos bajo la alfombra de un barrido perezoso,
hay, incluso, murmullo de pasos que son fru-fru de un viento inexistente.
La pena triste, de la casa vacía donde el Sol, hace años, que ya no se molesta,
la hora perezosa de la siesta, es el momento vital de los
ancianos.
Recuerdan sueños en los que estaban vivos y los cuentan
casi siempre a nadie porque nadie tiene tiempo para
escuchar sus tonterías.
Arrabal de la nada. Esquina volteada donde pareció verse
una sombra,
ternura de las plantas secas, oscuridad en los recobecos de un
lavabo
que ya no se usa.
Despues de que la última molecula de sus cuerpos se haya
transformado
en moléculas de yerba orgánica u otras sustancis del mundo
que es perspectiva de otra vida,
los viejos se reunen bajo las acacicas a la sombra del amor
que dieron.
Poca sombra dan las acacias en el reino de los muertos, si
acaso bamboleo,
oscilación de un viento inexisitente. Dicen que el unieverso
tuvo sonido
el día que nació. Su nana, nana, es nana de viejos que amaron
tanto y quedaron en polvo, como mucho en yerba sin
sentido.
Están por todos lados… nadie los ve. Los viejos, cada día más
solo son eso, pre-muertos.
Nada.
Yo, que no se escribir poesía, que no apenas lo que es un verso, me atrevo, por no morir, a dejar constancia del hilo de palabras que como la segregación de una araña común, sale de mis dedos tan poco virtuosos. Recuerdo claro, Le vieux ne meuren pas, y otro escrito mío, perdido, quizá más acertado. Hoy sólo hago lo que debo, tejer mi tela donde algún alma que duela, quede atrapada.
Irresistible arrollo del hacer de la pre-conciencia. Digo yo. A todos aquellos que han perido a quien les dió la vida o lo van a perder. A todos. Deuda difícil de saldar.