Have you taken your pill: Don Eduardo

Hay días en los que todo es eco del Universo. El cielo gris, el tiempo desapacible, tocando el rumor de la vida sin techo, bajo la helada, la disolución familiar que es el norte más gélido, ese triunfo delicioso del Enemigo del hombre, la compañía de los ecos de los que ya no están. La humedad del mar -como amenaza, no como una caricia-, las palabras que ya no se dicen… y un animal sentado a tu lado conectándote con el todo. No hay pasado, no hay futuro, todo es instante. Entra por una puerta la vida y sale por otra la muerte. Todo es ciclo y cambio; así ha sido siempre. Uno puede darle al Universo con la puerta en las narices y volver a eso, a sus asuntos, o uno puede abrirle la puerta y prepararse para el invierno que llega. Indefectiblemente, se hará la noche, y uno puede salir de ella dejando la cárcel del cuerpo que ha ido descomponiéndose hacia la liberación del espíritu, o uno puede encerrarse en la carne y perderse para siempre. O para un par de eternidades al menos. Brotan brumosas, también, las plantas de la terraza con un vigor desconocido. Son el mensaje de la madre tierra, sobre la muerte de la semilla y el nacimiento de la nueva vida. La vida se come a la vida para vivir. Dice Campbell. ¿Acaso es menos ser vivo una lechuga que un conejo? Parece innegable que no. Y cuando las cosas son así, uno debe ponerse en paz con las cosas, y dejar que el Universo actúe. Somos coetáneos de una generación que quiere inventar el mundo desde «0» porque ellos no estaban presentes en el Big Ban, necesitan que explote de nuevo. Mientras tanto, son parasitarios de la vida de las generaciones pasadas a las que niegan. Siempre me gusta usar la misma metáfora que es de Ortega. Para las nuevas generaciones, las presentes, el vaso de agua nace en el grifo, mientras otros hijos, mueren sin grifos, ríos, manantiales. Siempre una generación a escupido e su juventud a la anterior, porque ellos son los pilotos del futuro, pero en Occidente, pasa un cosa curiosa, el Ego, escupe a toda la historia de la humanidad dese Altamira para acá. Es el signo de los tiempos. El «yo» hipertrofiado escupe a los miles de años que tomó aprender a germinar la semilla, escupe a la forma de salar el alimento, para que en el invierno no sea proteína de gusano y bacteria en lo que nos alimente. Desprecian la rueda mirándola por encima del hombro, mientras ruedan en su raudo vehículo despreciable. Un trozo de glaciar se desprende en una esquina del Mar del Norte caldeado por un mundo del nuevo «YO soy el principio de todas las cosas» pero en laico. En yo, de yo, en hiper egocentrismo, hijo no de sus padres, sino de las marcas publicitarias. Bienvenido a la República independiente de mi parte de la cama: que se jodan los muertos. Pero el problema es que sobrevive el hambre. Y el hambre es la maestra primara del mundo. La vida se come a la vida. Vive quien quitó un trozo de pan racionado de la boca para que lo comiera el hermano que lo necesitaba más porque trabajaba más. Mater et Magistra. Cuerpo mortal. Hay uña de muertos arrancadas en los ojos de los vivos, que pululan ignorados, ninguneados, por los novísimos del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como, que no viven en el Amazonia anárquicos de tribu -es decir, muertos-, sino en siglos de formulas materializadas en calefacción, higiene, colchones, la lana, o el algodón, la carretera que está puesta, el motor que está inventado. Y nos lleva. Escupen al pasado, y siembran lo que recogerán. Cocteau, ya dijo que la verdad no se decide por votación. Pero claro. Ellos, los novísimos, de familia bien, no lo han leído. Saben leer, pero pasan. Nacieron sabidos y un libro les da repelús. No te digo dos. Buscan salida en «Sálvame», pero lo de Cristo, era otro rollo. No gritaba ni era bajuno. «Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron». Creo que Blas de Otero o de Celaya. Palabra de exilio y postguerra. Adoremos en ese templo que se llama centro comercial al dios yo: Con mi chándal y mis tacones, arreglá pero informal. La vida entra por una puerta y sale por otra. Primigenia invisible para los novísimos. A Don Eduardo, a quien no tuve el placer de conocer, pero sí sus frutos: Que le honran.