El Monasterio del Escorial se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama «La Herrería». La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter meced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva -como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con fondas opulentas de un verde claro y nuevo; el suelo desaparece bajo una hierba de esmeralda que, a sus vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos. Hay Lugares de excelente silencio –el cual no es nunca un silencio absoluto. Cuando callan por completo las cosas en torno, el vacío de rumor que dejan, exige ser ocupado por algo, y entonces oímos el martilleo de nuestro corazón, los latigazos de la sangre en nuestras sienes, el hervor del aire que invade nuestros pulmones y que luego huye afanoso. Todo esto es inquietante porque tiene una significación demasiado concreta. Cada latido de nuestro corazón parece que va ser el último. El nuevo latido salvador que llega parece siempre una casualidad y no garantiza el subsecuente. Por esto es preferible un silencio donde suenen sones puramente decorativos, de referencias inconcretas. Así en este lugar. Hay aguas claras corrientes que van rumoreando a lo largo y hay dentro de lo verde avecillas que cantan verderones, jilgueros., oropéndolas y algún sublime ruiseñor.
Una de estas tardes de al fugaz primavera, salerón a mi encuentro en la Herrería estos pensamientos:
(Meditaciones del Quijote, Meditación Primera. pgs. 67 y 68)
Esta es la forma en la que empieza este filósofo español cuyo nombre recorrió la Europa post Kantiana llevándole a codearse con el mismo Heidegger con quien, cercano en pensamiento, distanciaba mucho en estilo. La obra esencial del alemán -inacabada- es, claro, «Ser y Tiempo» -o así se suele traducir, yo no lo tengo claro-. Ortega introduce ambos conceptos en este preámbulo no directamente como «razón», sino como «emoción» que dispara, por el sujeto que trata», la reflexión del lector. La filosofía de Ortega es didáctica en cuanto te lleva a «filosofar» con él, como el buen maestro que no dice al alumno, sino que apunta, para que sea su propia razón la que trabaje, descubra y sienta la fruición del premio. «Saber no es conocer», decía Ortega unas páginas antes.
(I) / (III)