El Guardián Cap. XVII

N acho durmió mal aquella noche. Soñó que andaba por una carretera estrecha y sin tráfico. La carretera bajaba por una ladera y luego volvía a subir serpenteando para acabar en un camino que se dirigía hacia el bosque. Frente a él, como a dos kilómetros, Nacho podía ver las copas de los robles y los castaños entremezcladas. Había también pinos, hayas y algún chopo alargado que señalaba el curso de algún riachuelo. Siguió andando y vio crecer ante él una pared verde que parecía infranqueable, pero que, al acercarse, descubría multitud de pequeños pasajes por los que era posible internarse. Nacho se dio cuenta de que todo era una cuestión de perspectiva. El bosque –tan evidente, tan material, tan presente desde la lejanía-, tendía a difuminarse y desaparecer conforme uno se acercaba. La lengua de hierba terminaba como una marea que se adentrara abriéndose camino en medio de la arboleda. Era evidente que allí había una lucha silenciosa por el espacio. A su alrededor todo era linde. A pocos metros se encontraba el primer árbol del bosque, pero al acercarse, Nacho se dio cuenta de que tras ese árbol había otro y tras ese otro, mucho más apartados y unidos a la vez por un manto de hojas caídas. Nacho las miró y vio como el bosque se le ofrecía y se le escapaba a un mismo tiempo. Lo sentía latir, más cerca que nunca, pero había dejado de verlo. Lo percibía, pero sabía que en el momento en que comenzara andar y penetrara en el bosque este desaparecería y se convertiría en una sucesión de árboles infinita, en una persecución que no podría ganar. Al adentrarse en el bosque Nacho perdía la posibilidad de encontrar aquello que buscaba. Dio un paso adelante y escuchó el sonido de las hojas secas bajo el peso del pie. En ese momento se despertó cubierto de sudor.

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