El Guardián: Cap. IV

En contra de lo que se podría esperar, la hostilidad de Andrés el jardinero, no sólo no desapareció con el tiempo, sino que se enquistó convirtiendo cualquier encuentro con Elena en una permanentemente discusión. Esa distancia entre los dos adultos que poblaron su infancia despertó en Nacho una curiosidad sin límites por aquel hombre misterioso al que difícilmente se le podía arrancar algo más que un “si” o -mucho más a menudo- algún “no”. Mientras su madre trabajaba en la casa del guardés –que era ahora su casa-, o se encargaba de mantener y arreglar el viejo caserón abandonado, el juego preferido del niño se convirtió en una persecución insistente y peligrosa del viejo jardinero. Nacho se sentía fascinado por aquel hombre que removía la tierra, la cubría de algo que olía muy mal y ponía diminutos granitos en lugares donde, al poco tiempo, empezaban a crecer pequeñas plantas. El jardinero podaba ramas, sulfataba frutales y, cuando llegaba la estación, recogía peras, manzanas, ciruelas, melocotones e higos… que dejaba en cestas a la puerta de la casa de la guardesa siempre y cuando ésta hubiera salido.

Pero donde el anciano pasaba más tiempo sin duda era en el jardín. El jardín estaba a la entrada de la finca, cerca de la verja que delimitaba la propiedad. A Andrés le molestaba el niño. Si hubiera sido más joven, le hubiera alcanzado con los desesperados sopapos que le tiraba y que siempre se encontraban con el aire que dejaba Nacho al escaparse. Poco a poco, empezó a aceptar su sombra como se acepta la presencia de las moscas y un día, cuando habían pasado ya dos años desde la llegada de Elena y Nacho a la finca, el jardinero se detuvo a mirar como el niño plantaba, sin duda imitándole, unas semillas de aspidistras en una zona abandonada de la huerta.

– No van a crecer, hay demasiada corriente en  esa zona. – Dijo sin poder evitar hablarle al niño por primera vez. – Nacho no dijo nada y siguió palmeteando con su mano el último puñado de tierra que había echado sobre las semillas.

Las aspidistras no crecieron, pero Nacho no se desanimó. Lo volvió a intentar y, esta vez multiplicó sus esfuerzos. Plantó en cuatro lugares distintos tres semillas que abonó y regó de forma distinta. De las doce plantaciones, tres se dieron y, en una de las tres, la planta brotó con una fuerza inusitada y creció con rapidez llamando la atención del jardinero que intentó en vano evitar que Nacho notara su interés.

Pasaron los meses y Nacho hizo que sus experimentos proliferaran por la zona abandonada de la huerta. Sorprendentemente, aquello empezó a tener pronto el aspecto de un jardín. Un jardín burdo y raquítico, pero, al fin y al cabo, un jardín.

Meses después, una mañana, el jardinero sorprendió a Nacho sentado al pié de un árbol oliendo su corteza.

– ¿Qué haces? – Preguntó sin poder evitar la extrañeza que le produjo el gesto del niño.

– Nada – Contestó Nacho acariciando el trono liso que observaba con atención.

– ¿Cómo que nada?, ¿Qué le haces al árbol?

– Huele dulce, –contestó Nacho- y la corteza no es como la de los otros árboles. Se parece un poco a la piel del pescadero. Un día, al recoger un encargo de mamá, le toqué la mano… y, a pesar de que es rugosa y como muy gastada es suave.

– Es un Magnolio. Da unas flores enormes y blancas, pero aquí hace demasiado frío par que florezca.

– ¿Y este?

– Es un ciprés, está muy viejo. Cualquier invierno de estos nevará y ya no será capaz de resistir el peso de la nieve en sus ramas. Entonces se abrirá y será el principio del fin. Es una pena, porque es un gran ciprés.

Nacho se acercó al árbol y lo tocó. Le pasó suavemente la mano por la corteza y pensó para si mismo, “es áspera, pero no rasca”. Luego apoyó la espalda contra el tronco y miró hacia arriba viendo como las ramas dibujaban una pequeña hélice que se iba haciendo más y más espesa conforme subía hacia la copa. Arriba en el centro todo era oscuridad.

– ¿Qué haces?

– No está tan viejo, mira –dijo señalando unas ramas verdes que le habían salido hacía unos meses-.

Andrés miró desconcertado, primero al niño, y luego al lugar donde apuntaba. Curiosamente el viejo ciprés parecía haber encontrado fuerzas en algún lugar y se le veía crecer de forma vigorosa.

Aquel día empezó la amistad entre Nacho y Andrés. Una amistad que crecía a espaldas de Elena que nunca hubiera consentido aquella intimidad de su hijo con un hombre que a ella ni siquiera le dirigía la palabra. Pero a Nacho le atraía Andrés. Le atraía su soledad, le atraía la forma meticulosa en la que realizaba su trabajo. Le atraía su silencio. Las conversaciones entre el niño y el jardinero se reducían a un intercambio de sustantivos aislados en medio de la pura observación. “Pino melis”, “arenisca”, “abono orgánico”, “corriente de aire”, eran algunas de las pocas cuotas de información que Nacho recibía por vía verbal. El resto lo recibía por observación. Sólo que lo que él observaba era muy distinto a lo que hubiera observado cualquier otra persona. Observaba los cuidados que Andrés le daba a cada una de las planta y como aquellos cambiaban  según la zona del jardín o la huerta en la que dos plantas de la misma especie estuvieran plantadas. Pero sobre todo, Nacho era capaz de percibir los cambios más inapreciables en las plantas del jardín. Un cambio en el verde del reverso de unas hojas, un cambio en la dirección del tronco -que se insinuaba por la forma en la que nacían las ramas más jóvenes-. Era capaz de apreciar como una planta reaccionaba frente a la proximidad de otra que Andrés hubiera plantado en las inmediaciones. Observaba los parásitos que alejaban o acercaban a ciertas especies. Los pájaros que atraían o la forma en la que las flores crecían o escapaban una temporada.

Un día Nacho se dio cuenta de que la misma similitud que había encontrado entre el magnolio y el pescadero la encontraba entre ciertas personas y ciertos árboles. Algunos se parecían porque la forma desbordada y exuberante en la que crecía la copa, como era el caso de una acacia, se parecía a la forma superficial y falsa de alguno de sus profesores en la escuela. Ese tipo de árbol se parecía mucho también a ciertas personas a las que les gustaba meterse en la vida de los otros. Acacias eran la modista de su madre y el dueño del quiosco de la plaza. Eran acacias porque crecían un poco hacia fuera, un poco ambiciosas de aire… y de cotilleos. El tronco, por el contrario, tenía poca base. La modista y el dueño del kiosco eran personas preocupadas por el qué dirán y, sobre todo, preocupadas por tener siempre algo que decir de los demás. Otros árboles, como el plátano que daba sombra al cenador, tenía raíces que salían retorciéndose de la tierra como buscando aire. Plátano era el zapatero, orondo y campechano siempre dispuesto a dejarle a Nacho jugar con las suelas viejas. Nacho no distinguía, naturalmente, entre árboles buenos o malos, solamente observaba sus características para entenderlos mejor. Y con las personas le pasaba lo mismo.

Andrés era un olmo. Y eso hacía extraña su forma de relacionarse de la gente, siempre arisco, siempre distante, muy alejada de la naturaleza inmensamente hospitalaria de este tipo de árbol. Nacho se dio cuenta pronto, de que esa dureza de Luís en el trato con la gente, no le venía de su naturaleza, que era noble y dulce, sino de algo que le comía por dentro. Se dio cuenta de que Andrés guardaba un secreto y que ese secreto le iba secando. En el jardín no había ningún olmo ni, por supuesto, en las inmediaciones de la huerta. Pero había uno en la plaza del pueblo. Un día nacho vio como unos hombres con un mono azul se afanaban recogiendo muestras de la corteza del tronco, de las ramas y de las raíces. Luego, cuando se lo comentó a Andrés esté se puso serio.

– ¿Qué pasa?- Preguntó Nacho

– Nada. – Contestó el jardinero mirando hacia otro lado y refugiándose en uno de esos silencios que Nacho siempre había respetado.

– Como que nada. – Insistió, sin embargo esta vez.

– Quizá esté enfermo. – Comentó Andrés entre dientes.

– ¿Enfermo?

– ¡Sí, enfermo! -cortó irritado el jardinero-. ¡Y déjame en paz!

Nacho no consiguió sacarle una palabra más. Finalmente se fue hacia casa algo dolido y, sobre todo, preocupado. Antes de girar la esquina volvió un momento la cabeza y vio la espalda del jardinero agachado que plantaba cuidadosamente entre los rosales. Caía la tarde y el verde lo llenaba todo. Un verde oscuro y profundo que olía a humedad.  Se deslizaban las sobras. Durante un segundo, quizá apenas una décima de segundo, callaron los pájaros y Nacho tuvo la ilusión extraña de que podía escuchar el silencio imposible del jardín… y en ese silencio había miles de aleteos que sonaban a antiguo, aleteos que habían estado antes pero que ya no estaban. Aleteos rápidos de colibrí, de mariposa, potentes aleteos de albatros o de cigüeñas. Y el aleteo inexistente, al fin, de un águila en su planear majestuoso.

Volvió al presente. Al sonido del jardín. A la espalda agachada de Andrés. Volvió a aquellos hombros que soportaban una carga demasiado grande incluso para un olmo de las proporciones del viejo jardinero.